UNA CONFESIÓN QUE RESUME UNA VIDA Y UNA
DERROTA EN LA AGONÍA DEL ABANDONO.
Julio Llamazares nos sumerge en el problema de
la despoblación desde el alma del último habitante de Ainelle.
“Yo he vivido día a día (…) la lenta y
progresiva evolución de su ruina. He visto derrumbarse las casas una
a una y he luchado inútilmente por evitar que ésta acabara antes de
tiempo convirtiéndose en mi propia sepultura. Durante todos estos
años, he asistido impotente a una larga y brutal agonía”.
Hace unos días la
Dirección General de Ordenación del territorio comenzó a reunirse
para impulsar políticas comunes contra la despoblación en nuestro
territorio, y generar un nuevo “Plan integral de política
demográfica y contra la despoblación”. Y es que el desangrado
poblacional es un problema que la provincia ha sufrido desde décadas,
incluso desde generaciones. El ejemplo más extremo de esta sequía
demográfica son las poblaciones fantasma. Pedazos de nuestra
historia en los que ya nunca habrá un después. Cuando uno pasea por
una población abandonada, sin duda un reguero de emociones se
apodera de cada paso que descubre sus casas deshabitadas. La mente se
alinea con el pasado cercenado de sus “inhabitantes”, y al
visitante le asalta la curiosidad de saber cómo fue el último
suspiro de aquel lugar. Y entonces Julio Llamazares nos invita a
asistir a dicha agonía con “La lluvia amarilla”, una obra que
desata las emociones del lector hasta llevarle al borde de las
lágrimas, o directamente desbordarle con esta confesión postrera.
Y es que Llamazares conoce
perfectamente las sensaciones del desarraigo del pueblo extinguido,
ya que el escritor leonés nació en Vegamián, un pueblo engullido
por la construcción del embalse del Porma. Quizá fue en “La
lluvia amarilla” donde volcó todos sus recuerdos, sus
sentimientos, y su maestría describiéndonos, a través de su último
habitante, la decadencia física y espiritual de Ainielle (población
que se puede visitar en el Pirineo oscense, perteneciente a Biescas).
Nadie puede leer esta obra maestra sin que un escalofrío hiele su
alma. La nostalgia de los recuerdos perdidos entre la decadencia del
abandono, los continuos gritos de un pasado invadido por la maleza y
las ortigas, la certeza de que ese desamparo no tiene vuelta atrás,
y la soledad llevada hasta la locura, conmueven hasta helar el
tuétano. La utilización del monólogo autónomo como recurso
literario dota a la novela de un plus de sentimentalidad, como el
susurro de un moribundo a los pies de su cama.
Un hombre está a la espera
del último suspiro. El suyo y el de Ainelle, el pueblo que le vio
nacer, crecer, enamorarse, tener hijos… pero que ya sólo es un
montón de ruinas comidas por el abandono, la vegetación
descontrolada, y el tiempo. Este último habitante ve cómo marchan
sus últimos convecinos, dejando a merced de la soledad a él, a su
mujer Sabina, y a la perra que les acompaña. Pronto la tristeza de
la mujer le atenaza y se le apodera, no pudiendo resistir dicha
situación. Entremezclándose con la descripción de sus últimos
días en Ainelle, nuestro confesor desgrana pasajes de los recuerdos
de su vida en el pueblo que nos dan una idea del sufrimiento
desgarrador que la soledad y el peso del pasado le infligen.
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